Defiende su eco en el saber popular esa clásica reivindicación zapatista sobre el derecho de propiedad: la tierra es de quien la trabaja. Más recientemente, y sin cuestionar la actualidad de la original, aparece en muros y en redes sociales una revisión que amplía los campos de acción de ese trabajo y del objeto de la labor, proyectándolos ahora hacia los dominios de las pasiones. Leemos entonces que el amor, ese amasijo de sentires que tanto y tantas veces se enmaraña con el sometimiento y la dependencia al amo, puede ser como la tierra que otrora éste gobernara; es decir, que pertenece en esencia y por derecho a aquellas/os que lo labran, aran y cultivan para hacer llegar la primavera. Y como nos acerca a la bondad y la esperanza de este verde renacer, lanzo ya el grito para que algún día su resonancia cobre la entidad y la influencia histórica del primero: «El amor, como la tierra: para quien lo trabaja».
Esta conexión entre el amor y la tierra no es, a mi entender, una conexión casual. Creo que podemos encontrar fácilmente una matriz o un antepasado común que justifica el paralelismo entre estos dos elementos tan -dice la Física- dispares; me refiero en concreto a los (auto)cuidados que nos sostienen y que alimentan las tripas y las relaciones humanas. La práctica y la disposición del cuidar, (no tan)tradicional y principalmente sostenidas sobre las espaldas de las mujeres, son sobre todo actos de humildad, de ternura y respeto radicales que, del mismo modo que demanda el campesinado popular en muchas partes del globo, debieran redundar en el beneficio simétrico de quienes, en ese trabajo, arquean y doblan esos espinazos. Y es que cuidar la planta, el trazo del surco y la comodidad de la lombriz es al tiempo reclamar la libertad de hacerlo para diluirse con y en esa trama natural, tan simbiótica y prolífica, que sostiene la vida en cada uno de sus frentes para el bien todas las aristas que la conforman. Cuidar para ser cuidadas/os; cuidar, y cuidarse, como perfectos actos análogos y equivalentes.
Cada tiempo acumula conflictos y desata nuevas maneras de afrontarlos. Y creo que ha llegado el día de reclamar, extendiendo las acepciones del hambre y el sometimiento, la tenencia (y no sólo la entrega) del amor que nutre a las personas y sus relaciones. Que desde nuestros huertos, nuestros barrios y –sobre todo- nuestros cuerpos, cuidemos el disfrute, la conciencia, el recreo y la sencillez del amor hacia nosotras/os mismas/os como derecho legítimo de propiedad. Que sean éstos, en definitiva, la gasolina de una revuelta que ponga en el centro la dignidad, la belleza y la fuerza de un equilibrio natural que reclame simetrías y ordene nuestros ecosistemas emocionales. Que, además de la vela, seamos la mecha.