De la palabra pueblo

Por Fran Baeza Proyecto Comentarios desactivados en De la palabra pueblo

En esta lucha solitaria por (sobre)vivir en el magma de lo concreto y lo productivo, olvidamos con frecuencia el cuerpo, el sentido y el sustento del arte de conectar letras y sonidos, de nombrar la vida, de tejer representaciones para elaborar con ellas un universo elástico y milimétricamente articulado. Hablamos y escribimos tanto y tan rápido que, casi siempre, desoímos lo que esa orquesta ancestral viene a delimitar y significar con su lengua y sus vocablos. Y buen ejemplo de ello es la propia simbolización de la vida rural, de sus entornos y sus gentes. ¿Qué invocamos y generamos cuando, tomando el aire y el tiempo suficiente, hablamos de “pueblo”? ¿Qué destilan nuestras mentes y nuestras vísceras al escuchar hablar de “un pueblo”, de “el pueblo”, de “mi pueblo”?


Tanto el Diccionario de Uso de la Lengua de María Moliner como el DRAE hablan de la ciudad como un constructo inerte e inanimado, distinto a la vida o paralelo a ella. Un conjunto de calles o de edificios, estén habitados o vacíos, como la concha huérfana de un bígaro que necesita del cangrejo para ponerse en movimiento. En términos lingüísticos, diríamos que la ciudad es un objeto, la cara de un binomio que se genera en oposición al sujeto que la habita: la gente, el grupo, la grey… el pueblo. ¡Bingo! ¡El pueblo, esa vida!


Resulta que, bien mirado, el rural no es solo un opuesto a lo urbano en términos poblacionales, geográficos o económicos. Es que el pueblo está semánticamente activo: se levanta, se organiza, toma las armas o las deja. La ciudad, sin embargo, pasiva caldera de hormigón, se amplía, crece o se gobierna a merced de las vidas que la soportan (digamos, a la vez, las que le dan soporte y las que, de alguna manera, la tienen que aguantar).


Creo que éste es un hecho lingüístico que debería hacernos reflexionar sobre nuestra manera de habitar el espacio y de construir territorios comunes. Por eso, os invito ya a pensar en el pueblo como esa substancia que llena de contenido a la estructura, que convierte los espacios en lugares, las ciudades en instrumentos. Y os pido también, os ruego, no faltéis a nuestra palabra; que no os sirváis de “el pueblo” como objeto o herramienta, que no lo llenéis y vaciéis, lo uséis o lo visitéis para seguir ampliando calles, carteras y edificios. Que no os nombréis distintos/as a la vida, que no la rodeéis. En nombre de las palabras mismas, ¡salid al fresco, sembrad y regalad berenjenas, ayudad a las vecinas! Viváis donde viváis, ¡sed el pueblo que nombramos!

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